Una historia alternativa de la novela
Gracias a la labor de José Luis Amores, que ha conseguido el permiso de Steven Moore para traducir la introducción de su titánica The Novel: An Alternative History, podemos presentarla en Hermano Cerdo. Debido a la extensión del material (56 páginas, 63 notas al pie) lo presentamos en dos formatos: el PDF elaborado por el traductor, y en ePub y mobi para lectores electrónicos.
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A continuación les mostramos el inicio de la traducción:
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Aunque de manera inconsciente sembré las semillas de este libro en una corta pieza promocional que escribí en 1993, y labré el suelo con unos pocos apuntes después en la misma década, no fue hasta 2002 cuando empecé a pensar en serio en escribirlo, por dos hechos que tuvieron lugar aquel año: el primero fue mi descubrimiento del Hypnetoromachia Poliphili de Francesco Colonna —una rara novela de finales de siglo XV— y el segundo un ataque a tres bandas al tipo de narrativa que me gusta. El extenso relato soñado de Colonna es una especie de precursor del Finnegans Wake que me recordó, una vez más, que las novelas vanguardistas y experimentales no son una novedad del siglo XX, como se cree comúnmente, sino que, por el contrario, tienen una larga y abundante historia que nunca ha sido debidamente contada. Alguien debería escribir una exhaustiva historia de la novela, pensé, para que lectores curiosos como yo no tuvieran que descubrir tardía y accidentalmente maravillas como el Hypnetoromachia Poliphili.1
Pero mientras estaba babeando sobre mi ejemplar de la obra de Colonna —un volumen pesado y descomunal hermosamente editado por Thames & Hudson en 1999— la tradición literaria que en él se ejemplifica estaba siendo atacada. Primero fue el A Reader’s Manifesto de B. R. Myers, una exposición de la pretenciosidad observada en algunos escritores contemporáneos. (Inicialmente apareció como artículo en el número de julio-agosto de 2001 del Atlantic Monthly, pero no lo descubrí hasta que salió en forma de libro en 2002.) Después vino el ensayo de Dale Peck “The Moody Blues”, en el número del 1 de julio de The New Republic; el motivo fue una reseña del libro autobiográfico de Rick Moody, El velo negro, aunque Peck usó la ocasión para desacreditar
una tradición en quiebra. Una tradición que comenzó con el flujo diarreico de Ulises, continuó con los desvaríos incomprensibles del último Faulkner y las invenciones estériles de Nabokov (dos escritores que más o menos habían liquidado su brillantez inicial), y que después cobró plena y sucia vida con los titubeos ridículos de John Barth, John Hawkes y William Gaddis, las construcciones reduccionistas de cartón de Donald Barthelme, el malgasto de cada una de las palabras de un talento tan formidable como el de Thomas Pynchon, y finalmente se hizo pedazos como una acera agrietada bajo el peso de los estúpidos —simplemente estúpidos— tomos de Don DeLillo. (185)
Pero la herida más cruel de todas corrió a cargo de un artículo de Jonathan Franzen (porque yo pensaba que él era uno de los nuestros) publicado en el número del 30 de septiembre de 2002 del New Yorker; la ocasión se la dieron las publicaciones póstumas de William Gaddis, pero la cuestión se amplió para incluir la misma lista de golpes que Peck había recopilado, aunque más apenado que iracundo. Lo que todos los escritores atacados por esos tres tienen en común son unos grandes deseos de innovar, una prosa llamativa y una clara indiferencia hacia el lector común.
Cualquiera que piense que la extravagancia lingüística en las novelas comenzó con Ulises en 1922 no ha hecho sus deberes.
Esos tres tuvieron sus propios agresores y defensores —y por supuesto se han utilizado argumentos similares en el pasado, y se utilizarán en el futuro— pero me pareció que el corazón del asunto radicaba en una idea errónea sobre el propósito de la narrativa. Anotemos esos propósitos: por narrativa se pueden entender muchas cosas, pero los MPF (abreviatura que utilizaré de ahora en adelante para referirme a “Myers, Peck, Franzen y a los lectores como ellos”) parecían sostener una opinión muy estrecha de la función de la narrativa, y además sin fundamento histórico.2 Cualquiera que piense que la extravagancia lingüística en las novelas comenzó con Ulises en 1922 no ha hecho sus deberes. Señor Peck, ¿puedo presentarle a los señores Petronio, Apuleyo, Aquiles Tacio, Subandhu, al anónimo autor irlandés de The Battle of Magh Rath, a Alharizi, Fujiwara Teika, Gurgani, Nizami, Kakuichi, Colonna, Rabelais, Wu Chengen, Grange, Lyly, Sidney, Nashe, Suranna, al académico burlesco de Lanling, a Cervantes, López de Úbeda, Quevedo, Tung Yueh, Swift, Gracián, Cao Xuequin, Sterne, Li Ruzhen, Melville, Lautréamont, Carroll, Meredith, Huysmans, Wilde, Rolfe, Firbank, Bely, et. al.? “El modelo para aquellos que piensan que la alta literatura debería ser fundamentalmente oscura y compleja”, sugiere Robert Irwin, no es Joyce sino el narrador árabe del siglo XI Al-Hariri;3 y un estudioso del sánscrito nombraría a Bana, el novelista del siglo VII, para tal distinción. De Justina (1605), la lingüísticamente extravagante novela de López de Úbeda, los críticos han observado con aprobación que “fue escrita para el entretenimiento de un público culto, de una pequeña minoría de lectores capaces de descifrar las oscuras alusiones de la novela, dejando al lector menos dotado, por supuesto, totalmente desconcertado”.4 Expertos en otros campos podrían ofrecer otros modelos, todos de siglos anteriores a Joyce. Perdí el tiempo durante un año o así (no: hice como que titubeaba, al igual que Barth y otros) pensando en escribir este libro, pero no hice nada hasta principios de 2004, cuando el novelista irlandés Roddy Doyle provocó un escándalo al atacar Ulises. (¡No, Ulises otra vez! Nunca pensé que tendría que defender a Joyce de toda esa gente. Ahora sé cómo se siente un cristiano cuando un ateo ataca a su dios.) Fue el colmo. Sabiendo perfectamente a qué me enfrentaba, decidí intentar escribir una historia completa de la novela, con especial atención a las innovadoras y originales; si no podía convencer a los MPF de la superioridad de tales novelas sobre las que ellos preferían —de gustibus non est disputandum—, al menos intentaría refutar esas suposiciones ofensivas y desinformadas sobre los escritores que las crean, y sobre los lectores que las aprecian.
Primero, una pequeña lección de historia. La historia estándar del género de la novela —la única en la que los MPF parecen creer, y la única que me enseñaron en la asignatura de Inglés a principios de la década de 1970— viene a decir esto: la novela nació en Inglaterra en el siglo XVIII, hija de una discutible unión entre la ficción y la no ficción (el Robinson Crusoe de Defoe y Los viajes de Gulliver de Swift fingían ser relatos de viajes auténticos), obtuvo respetabilidad con las novelas epistolares de Samuel Richardson sobre vírgenes mojigatas (Pamela, Clarissa), se corrió algunas juergas (Fielding, Smollet, Sterne) y pasó por una fase gótica (Walpole, Radcliffe, Mary Shelley) antes de acomodarse en la vida doméstica (Austen) y convertirse en el entretenimiento preferido de la clase media. Scott inventó la novela histórica con Waverley, mientras que en Francia Balzac lanzaba la novela realista: relatos sencillos y ligeramente románticos sobre personas reconocibles en el día a día, normalmente narrados en una secuencia cronológica y en un lenguaje similares al de los mejores periódicos y revistas. La novela maduró durante esta época, dramatizando los grandes asuntos morales del momento (Dickens, Elliot y Hardy en Inglaterra; Hugo, Flaubert y Zola en Francia; Tolstoy, Dostoievsky y Turgenev en Rusia; Hawthorne, James y Dreiser en los Estados Unidos) y creando una crónica social cargada de mordacidad. Las cosas se fueron un poco de las manos durante las décadas de 1920 y 1930 (el Ulises de Joyce, La habitación de Jakob de Woolf, El ruido y la furia de Faulkner), pero pronto se asentaron y volvieron a su cauce, aunque no sin antes crear una raza de lunáticos marginales que aún subsiste. (La mayoría de ellos se limitan a pequeñas editoriales, por lo que son fáciles de ignorar, aunque esporádicamente alguno o alguna fingirá que su camino pasa por estar en el catálogo de un acreditado editor de Nueva York.) Y hoy nuestros mejores novelistas siguen esta gran tradición:5 narrativas realistas impulsadas por una trama sólida y pobladas por personajes equilibrados que se enfrentan con graves cuestiones éticas, expresadas en un lenguaje accesible a cualquiera.
Incorrecto. La novela está viva desde al menos el siglo IV a.C. (la Cyropaedia de Jenofonte) y floreció en el Mediterráneo hasta la llegada de los Oscuros Tiempos Cristianos. Las primeras novelas son cuentos griegos y sátiras latinas, donde la trama era una mera conveniencia que permitía al autor abordar, mediante un despliegue retórico, cuestiones de crítica literaria, comentarios sociopolíticos, digresiones, etcétera. Era una forma flexible en la que cabían poemas interpolados, relatos dentro de relatos, pornografía y parodias, donde se combinaba lo real con lo fantástico. (En otras palabras, el “realismo mágico” no fue inventado en la década de 1960 por los escritores latinoamericanos del “Boom”, sino que fue siempre una característica del género novelesco.) Estas novelas alcanzaron su nivel más alto con El asno de oro de Apuleyo, e incluso los primeros cristianos produjeron una novela antes de que la caída de Roma pusiera fin a esta fase del género. (Esa novela cristiana se tituló Reconocimientos, hoy sólo recordada por ser quizá el primer ejemplo del tema de Fausto en la literatura occidental, y porque dio nombre a una de las más grandes novelas americanas del siglo XX.)6
En otras palabras, cuando Daniel Defoe nació, en 1660, la novela tenía dos mil años de antigüedad e incluía miles de ejemplos del género.
La novela europea pasó a
la clandestinidad durante la Edad Media, pero continuó transformándose
de formas interesantes. Los irlandeses comenzaron convirtiendo sus
historias heroicas en extensas narraciones, y en Inglaterra y Francia
las leyendas del Rey Arturo inspiraron romances en prosa, precursores de
la novela moderna. Para entonces los islandeses habían inventado la
novela realista, siete siglos antes que Balzac —las llamaron sagas, pero
eran esencialmente novelas realistas, a pesar de la aparición ocasional
de algún troll—, que fue después reinventada por Thomas Deloney en la
Inglaterra isabelina. En la España del siglo XIII, Mosé de León escribió
una extensa novela mística llamada El Zohar, malentendida por la mayoría como un comentario de la Cábala pues en realidad se trata de una road novel
como la de Kerouac, con una banda de religiosos fanáticos diseccionando
la Torah y topándose con personajes chiflados del mismo modo que Sal y
Dean analizan un solo de saxofón de Dexter Gordon mientras van viajando.
En oriente, las novelas en sánscrito empezaron a aparecer en el siglo
VI, y en la Edad Media los árabes comenzaron a producir extensas novelas
de aventuras y a encadenar novelas cortas en relatos circulares como The Arabian Nights. En el Japón del siglo XI, Murasaki Shikibu compuso una enorme novela (La historia de Genji)
más sofisticada que cualquier cosa de las producidas en Occidente hasta
el Renacimiento. En la China del siglo XIV, eruditos de alto nivel
comenzaron a producir ambiciosas novelas de dos mil páginas, podría
decirse que el cuerpo narrativo más grande anterior a la era moderna.
“Los chinos tienen miles así”, le dijo Goethe a Eckermann, “y las tienen
de cuando nuestros antepasados todavía vivían en los bosques”.7
Durante el Renacimiento, la novela experimentó su propio renacimiento,
resucitando la tradición establecida quince siglos antes por griegos y
romanos para crear extravagancias como el Hypnetoromachia Poliphili de Colonna, el Gargantúa y Pantagruel
de Rabelais, y por supuesto el Quijote de Cervantes, que introdujo la
metaficción en su estructura. Inglaterra se vio pronto afectada por el
Continente y aparecieron las novelas de George Gascoigne, John Lyly,
Robert Greene, y otros que se verán más adelante. En
otras palabras, cuando Daniel Defoe nació, en 1660, la novela tenía dos
mil años de antigüedad e incluía miles de ejemplos del género.
Un crítico tradicional me interrumpiría justo aquí para objetar que aún no he definido qué es una novela, ni la he diferenciado de otros tipos de narrativa, como el romance, la confesión y la anatomía, como Northrop Frye hizo en su clásico Anatomía de la crítica (303-14). La razón es que, en términos biológicos, Frye trabaja a nivel de género y especie, mientras que yo estoy hablando de la novela en su clasificación familiar. Además, encuentro esas distinciones demasiado pulcras, frecuentemente ignoradas por novelistas que prefieren hacer las cosas a su modo. Resultan más pedantes que útiles, una tentativa fracasada de precisar lo que Mijaíl Bajtín llamó correctamente “el más fluido de los géneros”.8 Aun cuando Hawthorne etiquetara algunas de sus narraciones largas como “romances” en lugar de “novelas” —y en su prefacio a La casa de los siete tejados distinguiera entre ambas—, difícilmente ningún crítico podría decir que se comete un crimen llamándolas novelas. Como el mismo Frye admite, la mayoría de las novelas contienen un poco de todo, combinando elementos de muchos géneros, y se resisten a una definición. En mi opinión ecuménica —instruida por la loca variedad de formas que la novela ha adoptado en el pasado siglo— cualquier narrativa ficcional de la longitud de un libro puede ser considerada una novela. Me gusta la definición minimalista que hace E. M. Forster de novela como “cualquier obra ficcional de alrededor de 50 mil palabras”, y me gusta la perogrullada más vaga e inclusiva, en la que Forster basó la suya, del crítico galo Abel Chevalley: “una ficción en prosa de cierta extensión”. La novelista Jane Smiley también simplificó: “Una novela es (1) larga, (2) escrita, (3) en prosa, (4) narrativa y (5) tiene un protagonista”, aunque lo narrativo necesita ser marcadamente definido para distinguir las ficcionales de las no ficcionales. Me extenderé sobre estas cualidades al final de esta introducción, pero por ahora definamos novela como una composición en prosa más larga que un cuento, ficticia en su contenido o en el tratamiento de sucesos históricos y “estudiada con vistas a una estrategia de los efectos”. La frase citada es del texto Uses of Literature, del novelista Italo Calvino, y abarca forma, técnica, estilo, tono, ritmo, intención y otros aspectos de la novela. (El contenido no importa: una novela puede versar sobre cualquier cosa.) Y por si acaso sonara demasiado seco, secundo el orgulloso alegato que hizo Jane Austen de la novela como, en sus mejores ejemplos, un “trabajo en el que se demuestran los más grandes ingenios, en el que el conocimiento más riguroso de la naturaleza humana, la delineación más alegre de su diversidad, las efusiones más vívidas de ingenio y humor se transmiten al mundo en el lenguaje más adecuado” (La Abadía de Northanger, cap. 6).
Durante toda su larga historia, la novela ha evolucionado por la vía de la innovación estilística y formal, aprovechándose de la elasticidad del género para probar nuevos enfoques, nuevas técnicas. El historiador literario Arthur Heiserman proporciona una etimología pertinente de la palabra novela:
El latino novellus, diminutivo de novus (“nuevo” o “extroardinario”), produjo el último sustantivo latino novella, “un añadido a un código legal”. Este dio lugar al nouvelle francés y al novella italiano —una historia minúscula cuyo material es fresco, inusual, y cuya resolución es extremadamente sorprendente.
Fresco, inusual. “En esta novela se ensaya un experimento que no ha sido hasta la fecha (que yo sepa) intentado en narrativa” —esta no es la presunción de uno de nuestros descarados posmodernos sino de Wilikie Collins en su prefacio de 1860 a La mujer de blanco. Ya en 1592, los críticos conservadores se quejaban bastante de las “monstruosas nuevas modas” de ciertas novelas, aunque fue la innovación lo que mantuvo fresca y sorprendente a la novela. La novela fue siempre un campo de trabajo, no un museo. Lo que vincula a un novelista como Collins con uno actual como Mark Danielewski “es sobre todo el deseo de burlar la esclerosis”, escribió Alain Robbe-Grillet, “la necesidad de otra cosa”. El novelista francés continúa preguntándose:
¿Alrededor de qué han estado siempre agrupándose los artistas, si no es al rechazo de las formas ajadas que todavía les son impuestas? Las formas viven y mueren, en todas las esferas del arte, y en todas las épocas han sido continuamente renovadas: la estructura de una novela tipo del siglo XIX, que estaba viva por sí misma hace cien años, hace tiempo que no es sino una fórmula vacía, que sólo sirve como fundamento para parodias aburridas. (For a New Novel, 134-35).
La novela realista “a la nueva moda” popularizada por Balzac en la década de 1830 alcanzó su máximo esplendor avanzado el siglo XIX y rápidamente perdió su novedad a manos de talentos menores. Con todo, arraigó en la mente del público lector como la forma de ahí en adelante, marginando narrativas más innovadoras. En ese punto, la escritura de ficción se bifurcó en dos corrientes —ficción burguesa para las masas y bellas letras para la élite— y, en una de las ironías de la vida, la corriente que se desvió de la larga tradición de innovación en narrativa se convirtió en corriente “principal”, mainstream, mientras que la otra, la tradición más antigua, se convirtió en un afluente incomprendido. En lugar de disfrutar de una breve moda pasajera y después perder el favor del público, como le sucedió a la novela epistolar del siglo XVIII, la novela realista llegó a ser la norma narrativa, en lugar de lo que realmente es: tan sólo una de las muchas mutaciones en la evolución de la novela, además de la menos interesada en explorar nuevas técnicas y formas de agradar a sus audiencias y enriquecer a los autores y editores. Entretenimiento en lugar de arte.
Todo está permitido, si para el autor Ulises es lo máximo, tenemos amplia libertad para escribir, narrar, perdernos. La novela sería puro experimento, cambio, irrupción, ruptura, arrebato.